Crónica de corrida de toros en la Plaza de Santamaría que se llevó a cabo el domingo 9 de febrero.
Bajo un cielo vestido de pizarra y plata, es decir, encapotado, y tal con vez menos de media plaza, se dio ayer la segunda corrida de abono en la plaza de Santamaría, en la que se lidiaron toros de El Manzanal, que, por fallos con la espada, se fueron con las orejas puestas. Se rindió un minuto de silencio en memoria del torero Pedro Domingo, fallecido en días pasados.
El encierro fue variopinto, bien presentado; todos con fuerza, que tumbaban picadores, como manzanas dulces. Sirvieron tres de ellos. Los demás mansearon y uno se rajó, hasta querer buscar no mojarse. Se quería ir.
No hubo lluvia de orejas, pero sí del cielo, pues después del tercer toro se desgajó un aguacero. Los toros de Sebastián Vargas funcionaron. Mejor el primero, un castaño bonito, al que saludó con verónicas firmes, bajando las manos. Y como era tarde de banderilleros, compartió palos con sus alternantes. Bien él, en un bello par al violín que pareció un repentismo.
Fue una faena de emociones por cuotas, de tandas cortas sobre ambas manos, ante un toro que transmitía. Pero había mucha pausa. Tal vez porque el animal había empujado y corrido mucho. Mató de un espadazo y hubo petición, que no alcanzó para oreja.
Y toreó bien con capa y muleta a su segundo, un toro negro, de 500 kilos, y ya bajo el aguacero. Cuando lo brindó al público, la montera cayó de filo, cosa rara. Y estuvo al filo del triunfo, porque se entregó y logró muy buenas tandas, con temple, bien rematadas. Todo rubricado con espadazo y descabello. Sin el aguacero habrían salido los pañuelos.
Al español Manuel Escribano se le nota la escuela sevillana. Y tiene oficio y ganas. Pero no tuvo toro en su primero, cuyo color no era apto para una publicidad de detergentes: jabonero sucio, los llaman. Bonito, pero se fue en pinta, apagado, buscando tablas. Escribano le aplicó todo el diccionario, pero todo fue inútil.
Se la jugó en el quinto, al que banderilleó bajo la lluvia. Compuso una gran faena, iniciada con cuatro pases apretados, sembrado en los medios, mientras le cambiaba el viaje al toro para pasárselo por delante y por detrás. Y toreó con arte, en series de pases largos y con temple. Pero quizás se pasó de faena, y el toro se volvió caminador. No pudo matar al primer viaje. Y se perdieron los trofeos.
Debutó en Bogotá el venezolano Jesús Enrique Colombo, de 22 años, quien brindó su primer toro al matador y apoderado Fernando Rozo. El brindis fue lo más aplaudido, pues el toro, aparte de enviar al picador Cayetano Romero a la arena en un clavado de piscina olímpica, por suerte sin consecuencias, no tuvo pases. Buscaba el bulto, y el ‘chamo’ lo mató entre protestas.
Se desquitó en el sexto. Se la jugó, puso banderillas y toreó. Supo aprovechar al toro, tanto que logró el milagro calentar al aterido público, que pedía la oreja después de que pinchó y luego mató entrando a cuerpo limpio. Ayer, las orejas se perdieron por un pelo. Aplausos a la terna.