Bilbao Despide a El Juli con Clamor

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Público incondicional, extraordinariamente afectuoso, y generosa entrega de El Juli en dos versiones distintas con dos toros diferentes de Victoriano del Río… 

Redacción: COLPISA – Ignacio Álvarez Vara.
7ª de las Corridas Generales. Encapotado. Lluvia en el cuarto toro. 12.900 almas. Dos horas y cincuenta minutos de función. Seis toros de Victoriano del Río. El tercero, con el hierro de Toros de Cortés.
El Juli, silencio y una oreja.
Paco Ureña, ovación tras aviso en los dos.
Roca Rey, silencio y ovación.EL JULI se despidió de Bilbao con el aire arrebatado de un novillero y la sabiduría del torero ambicioso de tantas otras ocasiones. Las dos cosas por separado. El arrebato y hasta la precipitación con el penúltimo toro que mataba en Vista Alegre, de Victoriano del Río, bien armado, salinero, tan pronto como codicioso. La ciencia y el gobierno con un serio y potente cuarto que cortó y persiguió en banderillas, y amenazó con trastornar la despedida, si seguía atacando a oleadas como estuvo haciendo justo antes de que El Juli se llegara a la boca de riego para brindar el último de los más de cien toros que tiene toreados y muertos a estoque en esta plaza.

En el momento del brindis -muchos en pie al recibirlo- empezó a chispear. Descargó en seguida un chaparrón que duró por capricho el mismo tiempo que tardó El Juli en torearlo y despenarlo. En torearlo con tanto reposo como seguridad, y con la mente puesta en la idea fija de cortarle las orejas por lo singular de la ocasión. La faena, muy de su firma, tuvo de partida un soberbio golpe de efecto. En tablas, una tanda de banderas, de seis o siete, tiradas suavemente y el remate de pecho dando adentros al toro, que de repente parecía otro.También se volcó el ambiente, venido abajo tras el arrastre del tercero y cuando ya pasaba de hora y media la corrida. Ni siquiera con la lluvia se despoblaron los tendidos, sino que el trasteo, planteado en los medios después de las banderas, se vivió, coreó y siguió con desatada pasión. No hubo pausas ni cortes de fluido. Cuatro tandas, dos por cada mano, las primeras en redondo, las demás en la suerte natural, acompasadas, ligadas, calibradas, abundantes y bien rematadas. Un hondo toro voluminoso, ligeramente arremangado, que, sometido, traído y llevado al antojo de El Juli, era al cabo de quince viajes como un juguete de 570 kilos. Fue toro más noble que de resistirse o pelear, y por eso, al cabo de las cuatro tandas severas, hizo amago de buscar las tablas, con la mirada primera y con el gesto propio de la renuncia después. Como el piso estaba muy resbaladizo, El Juli se descalzó, y, descalzo, dio paso a una segunda mitad de faena más breve y más para la galería -la gracia de un molinete de rodillas, la sorpresa de un cambiado por la espalda, muletazos en rizo y en ocho-, pero también de ricos recursos técnicos, sobre todo por la manera de llevar tapado al toro sin descubrirlo cuando su querencia a tablas, vulgo raje, era del todo manifiesta. Cuando tuvo cuadrado El Juli al toro, se hizo un silencio formidable, un silencio sevillano de aliento. Pero El Juli pinchó sin fe en el primer ataque con la espada y la estocada entera solo entró al segundo viaje. El toro tuvo una rara manera de doblar y morir, recostado con solo el apoyo de una de las manos mientras agonizaba.

No hubo ni que moverlo ni apuntillarlo. Sabedor de que la estocada era letal, El Juli dirigió la operación a distancia. La vuelta al ruedo, oreja en mano, fue clamorosa. Cuando se metió entre barreras, rompió en la galería de sombra del tendido 3 un coro a la pamplonesa: “Juli, Juli, plasplás, Juli, Juli…!” El prólogo fue el protocolario para despedir en Bilbao a un torero. Un aurresku visto y escuchado con respeto ceremonial. El Juli y el dantzari se fundieron en un estrecho y largo abrazo. Antes de soltarse el primer toro, y aunque ya al asomar por la puerta de cuadrillas había roto una ovación de trueno, todavía tuvo El Juli que salir a saludar para corresponder a otra parecida. Y en seguida el toro salinero, o flor de gamón, dicen los camperos gaditanos, con el que Julián se empleó sin demora, incluso precipitado, impaciente, sin dar respiro, toreando mucho a la voz y estudiando la forma de acoplarse por el pitón izquierdo, que tuvo su aquel. Como si temiera que fuera a parársele por falta de fuerzas, El Juli le dio cuerda sin tregua. No vio clara la muerte, pinchó dos veces sin cruz y no acertó con el descabello hasta el séptimo intento.

Además del adiós de El Juli, el argumento de la corrida era la segunda y última tarde de Roca Rey en la feria, que fue y no fue coprotagonista. Un toro tercero incierto, artero y listo que cabeceó, le buscó las zapatillas y se revolvía por sistema no dejó a Roca, descubierto por el viento, sino defenderse antes de cobrar una horrenda estocada en los blandos. Con la bonanza templada del sexto sí se entendió Roca después de su obligada apertura de firma personal -cambiados por la espalda, trincheras, el desdén- en trasteo firme, breve, templadito, sin dudas, resuelto y acoplado. Un pinchazo, media atravesada.

No hubo premio, Tampoco para Paco Ureña, afanoso, capaz de dibujar con la izquierda algunos muletazos de categoría, pero sin la inteligencia de dominar los terrenos donde mejor quiso su primer toro, de mucha entrega, ni de redondear con un quinto de corrida, flojito y dócil. Se pasó de tiempo, seis pinchazos antes de la estocada que rindió a ese quinto y una estocada perpendicular sin muerte para acabar con el toro que pudo haberle dado un triunfo.

FIN

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