Redacción: Víctor Diusabá Rojas
A lo largo de varias semanas he viajado por diferentes lugares de este país para asistir a corridas y festejos similares, tras la larga inactividad ocasionada por la pandemia. Y tanto en grandes ciudades (Cali y Manizales) como en pequeños municipios, he podido observar varias cosas.
La primera es la vigencia de la fiesta de los toros, más allá de la simple programación de fin de año. No sé cómo les habrá ido a los conciertos musicales, a las ferias artesanales o a otro tipo de expresiones culturales y artísticas, pero he visto mucha gente en las plazas. Quizás menos de la que yo quisiera, pero bastante más de lo que pronosticaban quienes anticipan el fin, por inanición, de esta fiesta popular.
Popular, digo, en esencia. Porque si de conocer las entrañas de esto se trata, hay que ir a lo que pasa en la provincia, término, en los toros, que a diferencia de lo que pasa en la cotidianidad del centralismo, no tiene ese carácter despectivo.
Ahí, en un pequeño pueblo, se vive, se huele y se ve cuánto significa una tarde de toros. Es, ni más ni menos, el día largamente esperado del año por familias casi siempre humildes, que guardan a lo largo de meses para cumplir esa misma cita que cumplieron sus padres y abuelos. Ahora lo hacen con sus hijos y nietos. No pasa en tantos municipios como sucedía antes, pero sigue sucediendo en los que mantienen una tradición que no se dejan arrebatar.
Y si de tratar de gente en las grandes ferias, que la hubo en cantidad, como ya se dijo, hay que detenerse en un punto: quizás pocas veces quien escribe había visto tanta gente joven en los toros.
Eso sorprende, pero vale la pena buscar explicaciones. Se me ocurre que ahí hay un gesto de rebeldía. Porque, así como en estos tiempos muchos de ellos les han dicho a sus mayores que no comulgan con este espectáculo, al que consideran bárbaro, hay pelados, y no pocos, que se niegan a admitir que sean otros los que decidan por ellos y no permiten que se les trate como manada.
Ellos, insisto, jóvenes, se desmarcan de un discurso presuntamente animalista (ese debate siempre estará abierto) y descubren, por cuenta propia, lo que otros les habían contado a su manera.
Y ese, también un fenómeno social como lo ha sido el antitaurinismo, pues no hace otra cosa que demostrar que no hay llamas que más ardan como aquellas que alientan las prohibiciones. Bien lo saben los prohibicionistas, aunque nunca terminan de entenderlo.
Para comprobarlo, bien se puede comenzar con las redes sociales. También, nunca como antes, los toros han comenzado a crecer allí, de manos de esos mismos jóvenes. Y es que frente a la disminución vertical de contenidos taurinos en los grandes medios de comunicación (lo que por fortuna no pasa aquí, en El País) hay cada vez más voces taurinas dispuestas a defender lo que consideran suyo.
Podría seguir con el circuito económico que significan los toros y en estos días, más que nunca, dio una mano a muchos sectores formales e informales con urgencia de ingresos. De eso y de su importancia para sus ciudades podrían, por ejemplo, hablar los alcaldes. De hecho, ahí están las cifras. Pero no lo van a hacer. Eso no da popularidad, aquello que tanto les importa, incluso por encima de la realidad.
Sí, contra tantos malos presagios de prestidigitadores tan expertos en pronosticar lo que nunca pasa, los toros siguen ahí, vivos. En medio de su propia crisis, que ni los mata ni los engorda. Igual como le pasa a la sociedad de la que forman parte. Ésta en la que vivimos, hecha de dificultades, con las que a diario nos levantamos y nos acostamos. Y en la que resistimos, cada uno a su manera.