Feria de Abril: el sopor de los toros que se dejan

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El sexto toro se pega una vuelta de campana en el capote de Ginés Marín - Raúl Doblado

A las seis y media de la tarde, con puntualidad taurina, suena el cerrojo para abrir el portón y, a la vez, descarga un tormentón, exactamente igual que el día anterior. ¡Rayos y truenos! No es una exclamación de Juan Centella o Roberto Alcázar, el compañero de Pedrín, los héroes de los viejos tebeos, sino la realidad que ha vuelto a vivir este sufrido público.

La primera decepción viene por la media entrada, con tres diestros jóvenes, aunque Daniel Luque abrió en su anterior actuación la Puerta del Príncipe. Y, para colmo, ¡es sevillano! ¿Dónde está la afición? Con el rebujito en la mano, supongo.

La segunda decepción, y mucho más grave, la dan los toros de Juan Pedro (después del fiasco del Domingo de Resurrección).

No la lidian ahora primeras figuras: es algo difícil de entender. ¿Tienen fuerza estos diestros para exigir una divisa? Parece claro que no. Esta tarde, los cuatro primeros toros dan un juego realmente desesperante: flojos de presentación, casta y fuerza. Los que ahora se suelen describir como ‘toros que se dejan’: horrible expresión y mucho más triste la realidad taurina que expresan. Pretender lidiar reses que no necesitan ir al caballo, que salen al ruedo como si ya estuvieran picadas y que se han seleccionado para que faciliten la labor de los diestros es una verdadera aberración, desde el punto de vista de la tauromaquia clásica. Así estamos…

Para el que está al tanto de la actualidad taurina, no sorprende mucho que Luque y Rufo hayan abierto la Puerta del Príncipe. (Curiosamente, los dos comparten apellido, aunque Luque no se anuncie como Ruffo, con dos efes). Teniendo en cuenta su trayectoria, no era difícil prever su éxito: los dos han llegado ahora en un momento excelente y en Sevilla lo han demostrado. San Isidro será su segundo peldaño.

El pasado martes, con bravos toros de El Parralejo, Daniel Luque logró su sueño de salir en hombros, en Sevilla. Atrás han quedado los altibajos –si no me equivoco, más de origen psicológico que técnicos– para ocupar el puesto que merece, por sus evidentes cualidades: ve claro al toro, maneja con soltura los engaños, lancea con buen arte… Quizá, como le ha pasado también a otras figuras, tuvo que ver las orejas al lobo para reaccionar, con firme entrega. Además, ha mejorado en la suerte suprema (antes, uno de sus puntos débiles). Recordando su éxito, le reciben con una ovación.

En el primero, muy poco toro, anda a gorrazos con él. Sale suelto y cayéndose. Antes de varas, ya está Luque dibujando las verónicas. Enlaza ayudados por alto con muletazos desmayados, como si estuviera toreando al carretón. Después de una buena estocada, todo queda en petición.

El cuarto también sale cayéndose. Un banderillero se resbala, por al estado del ruedo, delante del toro. Todo el trasteo es correcto pero el toro no transmite nada. Escucho una voz: «¡No tiene ‘ná’!» El arrimón final es inútil: un pozo sin agua. Mata con decisión: otra petición.

Responde claramente Álvaro Lorenzo al tópico de la escuela taurina toledana: sobriedad, temple, clasicismo. Incluso le han apoderado –ya, no– los Lozano, capitanes de ese barco. Los aficionados conocemos de sobra sus cualidades, le hemos visto buenas faenas y, sin embargo… no ha acabado de dar el paso adelante, en los momentos y lugares decisivos. Y en el toreo –a diferencia de la novela de James Cain, varias veces llevada al cine– no es fácil que el cartero llame dos veces. Si no da pronto un golpe fuerte…

Brinda a sus compañeros el segundo, que pasa por allí, sin entrega. Intenta cogerle el ritmo pero la res se desploma. Cinco veces ha de gritar «¡je!» para que el toro, dormido y mortecino, se ponga en movimiento. Escucho a un vecino: «Los mulos no suelen embestir». Y a otro, más cruel: «Me voy a apuntar a los rejones». Todo queda en nada.

El quinto, de Parladé, después del topetazo contra un burladero, queda mermado. Dándole distancia, viene con alegría… y se derrumba. La porfía es voluntariosa, la gente está deseando justificar el remojón aplaudiendo algo, lo que sea. Prolonga con bernadinas, mete la mano con habilidad y el santo público logra que le den la oreja.

Desde el comienzo de su carrera, Ginés Marín ha mostrado las cualidades propias de un verdadero niño prodigio: facilidad, naturalidad, elegancia… Ya sabe lo que es abrir la Puerta Grande de Las Ventas y entrar en los mejores carteles.

El tercero sale con las fuerzas justas, como si ya estuviera picado, y patina en el barro. El padre picador no lo castiga, ni siquiera por facilitar algo la tarea de su hijo: no hace falta. El toro queda cortito, protesta. Escucho una voz: «¡Más de lo mismo!» Pincha sin convicción.

El último, también de Parladé, choca con el burladero y renquea, va largo pero protesta y se marcha. Liga Ginés naturales vistosos con facilidad. Igual que su compañero, prolonga con bernadinas innecesarias, agarra una buena estocada y obtiene un trofeo.

La buena gente ya puede contar, en la caseta de Feria, que ha visto cortar dos orejas. El esfuerzo y el dinero de ir a la plaza les ha valido la pena.

No hace falta que subraye lo que me encanta venir a esta Plaza de los Toros sevillana pero, si el público acepta sin rechistar estos toritos, en el pecado lleva la penitencia. En Las Ventas, el escándalo hubiera sido mayúsculo: lo que se merecían. Sin toros con casta y fuerza, la Fiesta se derrumba. Así es, pura y simplemente.

Recuerdo lo que cantó don Manuel Machado: «La hermosa fiesta bravía / de terror y de alegría / de este viejo pueblo fiero». ¿Se parecen algo estos versos a lo que hemos visto esta tarde? Me temo que no.

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