Los toros y el Perú

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Los toros y el Perú Vargas Llosa

Redacción: Mario Vargas Llosa

Quiero felicitar a los miembros del Tribunal Constitucional del Perú por haber rechazado, en un fallo que los honra, la solicitud de los ‘animalistas’ que pedían prohibir las corridas de toros y las peleas de gallos en nuestro país. Es verdad que esta sentencia se alcanzó a duras penas —cuatro votos contra tres—, pero, por el momento, y espero que este momento dure un buen tiempo, los enemigos de la fiesta, que son pocos entre los peruanos, pero eso sí, bien fanáticos, cesarán en sus intentos de poner fin a un espectáculo que forma parte esencial de la cultura peruana desde que esta existe, es decir, desde el instante preciso en que, luego de una lucha feroz, ambas vertientes de nuestra tradición, la española y la prehispánica, se fundieron en una sola y que pronto cumplirá cinco siglos de existencia.

La astucia de los ‘animalistas’ los llevó a identificar las corridas de toros y la pelea de gallos como dos manifestaciones de la crueldad contra los animales, una viveza criolla típicamente deshonesta, pues acerca cosas que son muy distintas, aunque en ninguna de ellas haya razón para prohibirlas. A mí, por ejemplo, aunque he asistido en el Perú a algunas galleras, la verdad es que ese espectáculo nunca me interesó, y que, en efecto, hasta me desagradó por su violencia manifiesta, pero reconozco que tiene una vieja tradición en la cultura peruana —el más hermoso cuento de Abraham Valdelomar describe en tonos épicos la historia de un gallo peleador—, y que está bien enraizada sobre todo en la región costeña. Pero, de ahí a prohibirlas, hay un paso demasiado largo para mi espíritu democrático y liberal. Nadie está obligado a asistir, ni a llevar a su familia, a una corrida de toros o a una gallera.

A diferencia de los toros, las peleas de gallos no forman parte de las bellas artes ni tienen esa remotísima tradición cuyos orígenes míticos se pierden en el fondo de los tiempos, asentada principalmente en el área del Mediterráneo. No pretendo rebajar en modo alguno el fervor con que los aficionados y practicantes dedican su tiempo y su cuidado a entrenar a sus gallos, enseñándoles a atacar y a defenderse, ni el empeño con que, gracias a sus esfuerzos, a menudo heroicos, sobreviven las galleras. Pero las peleas de gallos, aunque tienen una larga historia que, por ejemplo, en Europa, tuvo en Inglaterra poco menos que su época de oro —cuando yo llegué a Londres en los años sesenta del siglo pasado todavía sobrevivían en algunos pubs carteles que las recordaban—, son un deporte violento, en el que los seres humanos no participan directamente ni ha generado aquella riquísima huella en todas las ramas de la cultura, como ocurre con la fiesta taurina.

Madrid, febrero de 2020.
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© Mario Vargas Llosa, 2020.

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