Redacción: Carlos Bueno
Aún no eran las siete de la tarde cuando accedí a mi localidad, y pasadas las diez la corrida todavía no había puesto su punto final. Más de tres horas sentado sobre una dura piedra, con las piernas encogidas, el cuello retorcido para ver algo entre sombreros y abanicos, y la paciencia agotada.
La liturgia del rito taurino, que debería tensar el alma y contener el aliento, se está estirando demasiadas veces hasta el hartazgo. Hace tiempo que muchos profesionales se han acostumbrado a alargar sus faenas como quien intenta rellenar un discurso sin tener nada más que decir. Trasteos interminables en una búsqueda forzada de la emoción en forma de arrimón final para ver si, de una vez por todas, el público responde. La espada tarda en llegar y el toro, que debería ser el protagonista, queda diluido en una función en la que sobran gestos y faltan instantes memorables.
La tauromaquia necesita recuperar la intensidad, la emoción comprimida, el nervio de la inmediatez. En demasiadas ocasiones parece que se confunde la calidad con la cantidad, la conexión con el público con el agotamiento del toro, y el temple con el tedio. El toreo, cuando es de verdad, conmueve en apenas unos minutos. No necesita eternizarse ni reiterarse. Más intensidad. Menos relleno. El aficionado lo agradecería.
Pero si dentro de la plaza sobran minutos, fuera de ella lo que sobran son porras. Y caballos. Y empujones. La salida a hombros por la puerta grande, ese momento cumbre del triunfo taurino, se ha convertido en demasiadas ocasiones en una escena de tensión gratuita entre policías y aficionados. En lugar de entenderse como lo que es, una celebración espontánea y popular, un homenaje de carne y vítores al torero que ha emocionado, se trata a los congregados como si fueran una amenaza.
Los agentes avanzan entre la gente con actitud hostil, abriendo paso a base de gritos, atropellos e incluso porrazos. Montan guardia como si el aficionado que intenta acercarse al maestro fuese un criminal en potencia. Caballos que avanzan como arietes entre niños y mayores, miradas amenazadoras de los guardias, tensión en el ambiente.
¿Desde cuándo venerar a un torero se ha convertido en una falta de orden público? Porque eso es lo que busca el aficionado: acercarse, tocarle, gritar su nombre. Es un acto emocional, casi religioso. Una mezcla de devoción y fetichismo que se repite desde hace generaciones. No hay violencia, ni peligro. Hay admiración. Una emoción pura y legítima que merece respeto, no represión.
El problema es que se ha querido encorsetar ese momento, reglamentarlo, convertirlo en una ceremonia bajo control policial. Y lo han despojado de su esencia. La puerta grande es la consagración popular del triunfo. Y sin pueblo no hay consagración. No se puede sustituir la entrega del aficionado por una barrera de antidisturbios. La emoción no se escolta. Se vive.
La historia de la tauromaquia está llena de escenas donde los héroes eran alzados a hombros y paseados entre una multitud enfervorecida. No había entonces necesidad de casco ni de escudo. Bastaba con el respeto de unos y la admiración de otros. Es eso lo que debemos recuperar: el sentido común, el tacto, la capacidad de distinguir entre una celebración y un altercado.
Por eso, si dentro de la plaza pedimos más intensidad y menos alargue, fuera de ella deberíamos exigir más sensibilidad y menos policía. Porque una tarde de toros, cuando es redonda, no puede acabar con porras. Debe acabar con aplausos. Con gente emocionada. Y con un torero feliz, que se sienta querido por quienes han vibrado con él. Lo demás, sobra.