Llorar despacio para vivir deprisa

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Deprisa se vive en torero porque no sabes nunca cuándo podrás volver a jugarte la vida tan despacio que duela. Por eso ha elegido Pablo el camino de la bamba al morro, del toque preciso…

Redacción: Marco A. Hierro / 11 de abril de 2018

A un torero como Pablo Aguado hoy no le valía -no podía valerle- conseguir un triunfo fácil. Pese a todas las urgencias que arrastraba. Pese a no saber -aún no lo sabe- cuándo volverá a vestirse de luces-. Un torero como el sevillano hoy tenía mucho que llorar, tanto de tristeza como de alegría. Y eso siempre se ha hecho despacio. Por muy deprisa que uno quiera que pase cuando está en el trance de sufrir el dolor.

Pablo lo sentía hoy como una gran llaga en el pecho, porque su padre, su mentor, no había llegado a la cita por faltar hoy hacía justo un mes. El brindis a la madre anunciaba la gratitud, el respeto, el vacío… Pero también la intención de honra y homenaje al concepto que fue común. Y Pablo lloró despacio mientras ralentizaba el toreo. Aunque no bratase una lágrima de su castigado corazón. Aunque transformase en sereno asiento su forma de expresar la pena. Lo hizo todo despacio porque le urge vivir deprisa.

Deprisa se vive en torero porque no sabes nunca cuándo podrás volver a jugarte la vida tan despacio que duela. Por eso ha elegido Pablo el camino de la bamba al morro, del toque preciso a la distancia adecuada para que fluya el toreo en su máxima expresión. Y lo debió prometer al padre que ahora falta, porque sólo cumplía hoy el segundo paseíllo desde que lo vio éste convertirse en doctor.

«Más despacio, Pablo», parecía susurrarle el padre desde allí donde retornan las almas toreras. Y hoy se templó el pulso de un Aguado  pasmosamente armónico, pausado, despacioso y sentido. Como si hubiese comprendido hoy que hasta el dolor, si no es despacio, no lo templa nadie para poder mitigarlo. Dos toros distintos, pero los dos con la humillación suficiente para que dejase su firma sin un borrón. Sólo un par de pinchazos antes de dos estocadas de premio. Antes, suavidad y mano izquierda para dejarle al primero naturales de entregada pausa, un kikirikí de aplomo para acordarse de dónde estaba. Nada menos que en Sevilla. Y La Maestranza se entregó a su toreo, no al rcuerdo que lo impulsó.

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