El encierro de Juan Bernardo Caicedo evidenció una preocupante falta de bravura, casta y fondo, obligando a la terna: Sebastián Castella, Juan de Castilla y Marco Pérez, a sostener la tarde desde el conocimiento, la técnica y la verdad. Fue una corrida de escasa materia prima, salvada por la solidez profesional y el compromiso torero.
Redacción: Héctor Esnéver Garzón Mora – www.enelcallejon.co/ – Web Aliada
Cali – Colombia. La corrida se explicó desde que rompió plaza el primero de Juan Bernardo Caicedo y se confirmó, sin fisuras, a lo largo de toda la lidia. El encierro presentó una tónica común: toros justos de fuerzas, mayoritariamente descastados, con bravura limitada, poco fondo y una transmisión escasa que condicionó severamente el desarrollo artístico de la tarde. Hubo nobleza en varios ejemplares, sí, pero una nobleza sin empuje, sin recorrido ni repetición, que exigió a los toreros un ejercicio constante de paciencia, pulso y oficio.
El primero fue abanto, con genio seco, manso desde salida y claramente descastado. Se desfondó pronto, protestado con pitos en el arrastre, dejando en evidencia la falta de raza. El segundo apuntó encaste inicial, pero pronto se mostró limitado de bravura, noble pero desclasado, viniéndose abajo sin remedio y dividiendo opiniones en los tendidos. El tercero, noble y de embestida templada en lo poco que tuvo, careció de fondo y casta; apenas permitió vislumbrar clase en contadas arrancadas, insuficientes para un reconocimiento mayor, pese a la controvertida vuelta al ruedo concedida por el Palco Alto. El cuarto fue un toro sin fuerza, tan justo que no permitió una lectura clara de su condición, más allá de una nobleza inerte. El quinto confirmó la línea: limitado de casta y bravura, sin transmisión. Y el sexto, el más “armado” de intención, encastado en apariencia, resultó también corto de bravura, descastadito, aunque noble.
Un encierro de Juan Bernardo Caicedo, en suma, desigual y falto de los pilares que sostienen una corrida con vuelo, que convirtió la tarde en una prueba de madurez y responsabilidad para los toreros.
SEBASTIÁN CASTELLA: LA AUTORIDAD DEL OFICIO
El maestro francés fue quien mejor entendió el tono de la corrida desde el inicio. Con el abre plaza, Sebastián Castella se fue a la capa con verónicas suaves, siempre a favor del burel, buscando asentar una embestida defensiva y sin entrega. En la muleta, impuso elegancia, temple y torería. Extrajo muletazos aislados de notable aroma, fruto del pulso firme, la colocación exacta y la muñeca educada. No hubo ligazón posible, pero sí verdad y maestría. Estocada y dos descabellos. Silencio, pero con peso específico.
Con el cuarto, toro sin fuerza y sin opciones claras de lucimiento, Castella volvió a demostrar por qué es figura hecha. Lanceó con sobriedad y, en la pañosa, firmó una faena de auténtico oficio: paciencia infinita, tiempos precisos y una labor casi de enfermero, sosteniendo al toro, llevándolo siempre a media altura y sin exigirle más de lo que podía dar. Técnica pura, ortodoxia sin alardes, torería desde la inteligencia. Media lagartijera bastó para pasaportarlo. Silencio, pero quedó la lección del torero que sabe mandar cuando el toro no acompaña.
JUAN DE CASTILLA: VERDAD, COMPROMISO Y CRECIMIENTO
El colombiano Juan de Castilla dejó constancia de su evolución y madurez profesional. Con su primero, al que saludó con verónicas acompasadas y bien dibujadas, planteó una faena corta pero intensa, marcada por el arrojo, la entrega y la disposición. En la muleta hubo sinceridad, voluntad de mando y exposición, aunque el toro no permitió mayor desarrollo. Pinchazo y estocada. Silencio, con la sensación de que el torero estuvo por encima del material.
Con el quinto, uno de los toros más limitados del encierro, Juan de Castilla volvió a apostar por el toreo clásico. Lo recibió con el percal a favor del burel y, ya en la pañosa, construyó una faena de parsimonia y gusto, con tandas bien estructuradas por ambas manos, templadas y con sentido ortodoxo. Hubo sitio, convicción y verdad. El acero, nuevamente, le negó cualquier opción de premio. Silencio tras aviso, pero quedó la imagen de un torero en clara línea ascendente, que no rehúye compromisos ni se esconde ante la dificultad.
MARCO PÉREZ: AMBICIÓN, FRESCURA Y CAPACIDAD
El joven Marco Pérez fue quien logró elevar el tono emocional de la tarde, pese a enfrentarse también a toros de escasas opciones. Con el tercero, noble, pero sin fondo, lo recibió a favor del burel, con pulcritud y buen concepto en capa. En la muleta firmó una faena intensa y entregada, claramente por encima del toro, tapando defectos, dosificando embestidas y buscando siempre el sitio correcto. La controvertida vuelta al ruedo al toro no encontró respaldo en su condición; el reconocimiento, en realidad, fue para el esfuerzo del torero. Pinchazo y estocada. Saludo desde el tercio tras aviso.
Con el sexto, Marco Pérez se fue a porta gayola, dejando claras sus intenciones. Las verónicas de hinojos, templadas y con gusto, levantaron al público. En la muleta, hilvanó una faena intensa, bien estructurada, matizada, fajada por ambas manos y de corte ortodoxo, sacando partido a la nobleza del toro sin forzarla. Pinchazo y estocada. Oreja, premio al empuje, la entrega y la capacidad de construir una faena completa donde otros toros se habían quedado a medias.
EN SÍNTESIS
Fue una tarde marcada por la escasa materia prima del encierro de Juan Bernardo Caicedo, que condicionó los resultados artísticos y estadísticos. Pero también fue una corrida que reivindicó el valor del oficio. Sebastián Castella puso la autoridad del maestro consumado; Juan de Castilla, la verdad y el compromiso del torero que quiere abrirse camino; y Marco Pérez, la frescura, la ambición y la solvencia del joven que sabe estar y entender el toro. Cuando el toro no alcanza, el toreo verdadero se impone desde la técnica, la cabeza y la honestidad. Y eso, precisamente, fue lo que sostuvo la tarde.
























