En una tarde donde el foco suele posarse sobre el traje de luces, fueron las cuadrillas, desde el peto hasta los palos, las que pusieron el cimiento silencioso del triunfo. Cada puyazo medido, cada brega oportuna y cada par bien colocado construyeron, grano a grano, el camino del éxito de los matadores.
Redacción: Andrey Gerardo Márquez Garzón – www.enelcallejon.co/ – Web Aliada
Cali – Colombia. En el rito inmutable de la lidia, cuando el clarín marca los tercios y la emoción se reparte entre arena y tendido, existe un trabajo soterrado que no siempre encuentra el eco merecido. Es el de las cuadrillas, esos profesionales del ruedo que, sin buscar protagonismo, convierten la faena posible en faena triunfal. La corrida fue un ejemplo palmario de cómo el triunfo de los matadores se edifica, toro a toro, sobre la entrega, el oficio y la inteligencia de sus hombres.
Desde el primero de la tarde quedó claro que la lidia no iba a regalar nada. Hildebrando Nieto tomó al toro con corrección, aunque en el encuentro debió rectificar con oficio para dejar la vara en su sitio. Ese ajuste oportuno evitó males mayores y permitió que la lidia fluyera. En los medios, la brega de Jhon Jairo Suaza fue correcta y templada, llevando al burel cosido a los engaños, quitándole asperezas y preparando el terreno. Emerson Pineda dejó un buen par, ajustado y de reunión, mientras Andrés Herrera ejecutó con solvencia su labor, aunque la suerte quedó reducida a un solo palo, detalle que no empañó la entrega ni el compromiso.
El segundo capítulo tuvo sabor a torería clásica. Luis Viloria dejó una vara en lo alto y medida, de esas que hacen toro y dan crédito al picador. Carlos Rodríguez, inteligente y diligente, entendió las querencias del animal y lo llevó siempre por donde más convenía, sin alargar en exceso ni escatimar castigo. El gesto de categoría llegó cuando el matador Luis David Adame invitó a Jesús Enrique Colombo a compartir el tercio de banderillas. La suerte, ejecutada con reunión y exposición, levantó al tendido y recordó que la lidia también es compañerismo y alegría compartida.
En el tercero, Efraín Ospina mostró por qué el oficio se forja con años. Eficiente en su labor, aguantó los arreones del burel con firmeza y serenidad. Tanto fue así que, en el tercero bis, volvió a intervenir dejando una muy buena vara, soportando la embestida y manteniendo el castigo justo. La brega de Alex Benavidez fue discreta, sin alardes, cumpliendo con el guion necesario para no romper la armonía del trasteo. De nuevo, Colombo y Adame asumieron el protagonismo en banderillas, ejecutando el tercio con vistosidad y llegando a la parroquia, que respondió con palmas sinceras.
El cuarto toro encontró en William Torres a un picador seguro, que dejó buena vara manejando con acierto la cabalgadura y cuidando el embroque. Emerson Pineda, en la brega, estuvo prudente, marcando bien los tiempos y evitando que el toro se viniera arriba sin control. Jhon Jairo Suaza clavó dos buenos pares de banderillas, reunidos y en la cara, y Andrés Herrera mantuvo la misma tónica de entrega y precisión, consolidando un tercio que dio lucimiento y confianza.
En el quinto, Reinario Bulla fue eficaz con el puyazo, midiendo el castigo y saliendo limpio del encuentro. La tarde volvió a vibrar cuando el propio Luis David Adame tomó los palos y ejecutó la suerte de banderillas, contagiando al tendido con su decisión y alegría. José Calvo firmó una brega muy buena, de esas que no se notan, pero se sienten, colocando al toro siempre en el sitio justo para que la faena tuviera principio y orden.
El cierre tuvo tintes de épica profesional. Edgar Arandia propinó una vara de mérito, reponiendo tras un tumbo en el embroque. Aguantó, corrigió y logró el propósito, demostrando que el valor también se ejerce bajo el peto. Iván Darío Giraldo realizó una brega oportuna y eficaz, sacando al toro de terrenos comprometidos y facilitando el lucimiento posterior. Jesús Enrique Colombo asumió el tercio de banderillas con decisión, alegrando de nuevo a la parroquia y poniendo el broche emotivo a una tarde de trabajo colectivo.
Así, más allá de los nombres propios y de las luces que al final se encienden para uno solo, la corrida dejó una enseñanza clara: el triunfo en los toros es una obra coral. Cada cuadrillero, cada picador y cada banderillero aportó su grano de arena con profesionalismo y entrega. Sin ese trabajo invisible, callado y preciso, el arte del matador no encontraría el terreno fértil donde florecer. En esta tarde, las cuadrillas fueron el cimiento firme sobre el que se levantó la gloria.
























