2ª de Cali: Entre la Verdad del Encierro y el Peso del Deber

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El encierro de Campo Real en la segunda corrida de la Feria de Cali dejó al descubierto una realidad incómoda: toros desiguales, de escasa entrega en su conjunto, que exigieron a la terna caminos arduos y poco agradecidos, rara vez valorados por el tendido, pero fundamentales para sostener la verdad del rito.

Redacción: Héctor Esnéver Garzón Mora – www.enelcallejon.co/ – Web Aliada

Cali – Colombia. En toda feria de responsabilidad, antes de entrar a juzgar con ligereza los resultados artísticos o el número de trofeos concedidos, es imprescindible analizar el toro, su procedencia, su comportamiento y, sobre todo, el grado de verdad que impuso en el ruedo. Porque cuando el encierro no rompe, cuando la bravura aparece a cuentagotas o la casta se diluye en mansedumbre y reservas, la tarde deja de medirse en orejas y pasa a evaluarse en términos de compromiso, solvencia y capacidad profesional. Así ocurrió en la segunda corrida de la Feria de Cali, una tarde marcada por un encierro de Campo Real que condicionó de principio a fin el desarrollo del festejo y obligó a la terna a transitar sendas espesas, poco lucidas y escasamente reconocidas por el tendido.

LA DURA REALIDAD DEL ENCIERRO DE CAMPO REAL

Antes de medir la dimensión de lo hecho por la terna, es de estricta justicia detenerse en el encierro de Campo Real y en el contexto genético y conductual que lo rodea. Saltillo, como rama fundamental del tronco Santa Coloma, es sinónimo histórico de exigencia, de toros que no regalan nada y que ponen a prueba la capacidad técnica, el valor seco y la inteligencia del torero. Su trapío (condición fenotípica) es claro: animales finos, terciados, de morrillo discreto, cuernos anchos de cepa y generalmente cornicortos, dirigidos hacia adelante; troncos cilíndricos, extremidades finas y capas sobrias, cárdenos y negros, que anuncian seriedad más allá del volumen. En el comportamiento, la línea promete fijeza, codicia, humillación y bravura creciente al castigo, con embestidas de largo recorrido y nobleza sostenida hasta el final de la lidia.

Sin embargo, una cosa es el ideal genético y otra la realidad que saltó al ruedo en Cali. El encierro fue un examen áspero, más por lo que negó que por lo que ofreció. El primero fue un manso declarado, de arreones defensivos, desentendido, descastado y noblón, protestado con justicia por el público. El segundo sacó a relucir lo mejor del envío: encastado, bravo, fijo y noble, con las dificultades propias del encaste, arrancándose con celo y mostrando esa seriedad que hace falta para que el torero pueda expresar su tauromaquia; las palmas reconocieron su comportamiento. El tercero, pese a su nobleza y fijeza, mostró una bravura limitada y un fondo descastado que le restó emoción sostenida, provocando división de opiniones. El cuarto, bravo en la salida, pero falto de fuerza, se apagó pronto, reservón, sin transmisión, nuevamente castigado con pitos. El quinto, noble y metiendo la cara, fue claramente a menos, limitado de casta y bravura, incapaz de sostener una faena de vuelo. Y el sexto cerró con la nota más ingrata: un manso con peligro, descompuesto, que causó apuros constantes y nunca permitió el lucimiento.

Este fue, en síntesis, un encierro duro, irregular, que obligó a la terna a lidiar más que a torear, a resolver más que a crear, transitando caminos pesados que rara vez encuentran eco en los tendidos cuando el toro no embiste con claridad.

LA TERNA FRENTE AL COMPROMISO

En ese escenario complejo, Román Collado fue quien abrió plaza y marcó desde el inicio el tono de la tarde. Con el primero, manso y descastado, apostó por la decisión tanto en capa como en muleta, mostrando vergüenza torera, voluntad y ganas de ir siempre a favor del burel. Fue una pelea sin recompensa estética, una lucha contra la condición del toro más que una faena propiamente dicha. La espada, esquiva, le cerró cualquier posibilidad de premio y el silencio tras dos avisos fue más reflejo del contexto que de su disposición. Con el cuarto, de escasa fuerza y comportamiento reservón, volvió a insistir. Lanceó bien a la verónica y en la muleta hilvanó una labor de esfuerzo, exprimiendo hasta la última gota de lo poco que el toro entregó. Nuevamente, la tizona se convirtió en obstáculo y el epílogo fue otro silencio tras dos avisos, injusto para quien cargó con dos de los toros más ingratos del encierro.

Joaquín Galdós fue, sin duda, quien mejor pudo traducir en argumentos lo poco rescatable del envío. Al segundo, el más encastado del encierro, lo recibió con verónicas templadas y, ya en la pañosa, firmó una faena entendida, firme, de lectura clara del toro, aunque por momentos faltó ese punto de despaciosidad que habría elevado aún más la obra. La media lagartijera puso broche torero a una labor que encontró respaldo en la oreja concedida. Con el quinto, de nobleza decreciente y casta justa, volvió a apostar por la técnica, el esfuerzo y la voluntad, construyendo una faena con momentos de profundidad y verdad. La estocada efectiva, sin puntilla, le permitió saludar desde el tercio, dejando la sensación de haber hecho más de lo que el material permitía.

Javier Zulueta se enfrentó quizá al lote más complejo en términos de transmisión. Al tercero, noble pero limitado, lo toreó a favor del burel desde el capote y en la muleta dejó tandas de gran esfuerzo, técnica y entrega, aunque sin lograr conectar plenamente con el tendido, más pendiente de la falta de emoción del toro que del trabajo del torero. La espada volvió a pesar y el resultado fue silencio tras dos avisos. Con el sexto, manso y peligroso, la tarde se tornó cuesta arriba. No la pasó bien ni en capa ni en muleta, pero dio la cara, asumió el compromiso y trató de resolver una papeleta muy difícil, donde el mérito estuvo en mantenerse firme ante un toro que nunca se entregó. Otro silencio cerró su actuación, pero también dejó constancia de su disposición.

EPÍLOGO: LO QUE NO SIEMPRE SE VALORA

La segunda corrida de la Feria de Cali fue una lección de tauromaquia cruda. Un encierro que negó bravura sostenida obligó a la terna a recorrer caminos pesados, de oficio, de técnica y de responsabilidad, esos que no siempre se aplauden pero que sostienen la dignidad del espectáculo. En tiempos donde se confunde el triunfo con el trofeo, conviene recordar que también hay tardes donde el mérito está en no claudicar, en enfrentarse a la realidad del toro y salir del ruedo con la conciencia tranquila. Esa, aunque pocas veces reconocida, también es una forma profunda de verdad taurina.

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