César Rincón vuelve a Madrid, regresa la leyenda a Las Ventas: «Siempre es mejor la exigencia a que te traten como un pobrecito»
Redacción: Artículos Zabala de la Serna
El próximo 12 de octubre reaparece, a sus 60 años, en el festival de Antoñete que abandera Morante de la Puebla después de casi dos décadas de su adiós
Rincón se ajusta la vieja calzona gris como si no hubieran pasado casi dos décadas. Ha perdido más de 10 kilos y se ha quitado años, precisamente ahora que ha cumplido los 60 (5 de septiembre de 1965). Un pañuelo azul marino ciñe su cintura a modo de fajín. Probablemente le valdría el último vestido de luces de hace 18 años, cuando se despidió de España, en Barcelona, no en Madrid. Aquel adiós apoteósico de 2007 junto a José Tomás no sucedió en la plaza donde forjó su leyenda: Las Ventas. La preparación es exhaustiva para su vuelta en el festival de Antoñete que abandera Morante de la Puebla el 12 de octubre. César jadea, la vaca de Victoriano del Río aprieta, la sierra norte madrileña es el telón de fondo y las gotas de sudor caen por su tez morena: «Me ha sacado el aire». El indio de piedra de Bogotá ha bajado del olimpo de los dioses a la tierra.
A las siete de la mañana César Rincón se pone en marcha. Sale de la cama y de su zona de confort. Camina a paso ligero -los antiguos no corrían- y acude a la Casa de Campo para entrar a matar al carretón. Y no para de torear en unas y otras fincas, sintiéndose de nuevo vivo y, sobre todo, torero. Tanto esfuerzo pasa algunas facturas que le hacen parar en el fisioterapeuta. Allí se encuentra con otros compañeros del cartel del 12-0, el maestro Curro Vázquez o Julio Aparicio. «Estoy feliz. La llamada de Morante me dejó sin palabras. Le pedí una prórroga para probarme, pero no la hubo. Lo que ha hecho José Antonio de promover un homenaje para otro torero no sólo generoso, es inaudito. Me ha rejuvenecido», dice Rincón.
La plaza de toros de Madrid se llenará ese día dos veces (46.000 espectadores), con un clamor de jóvenes que, curiosamente, no han visto torear a César Rincón. El exitoso abono de menores se nutre de chavales, y chavalas, claro, que nacieron en el tiempo, o casi, en que se retiró este colombiano que conquistó Las Ventas cuatro veces consecutivas en 1991. Aquel tipo que entró pobre y salió mito, aquel niño triste que recogía chatarra por las calles de Bogotá, aquel hombre que se moría con una hepatitis C, se levantó siempre de la lona, una y otra vez. Francia lo despidió en todos coliseos como el César del toreo que fue. La última cita sucedió en Bogotá una tarde primaveral de febrero de 2008. Pero quedó pendiente el otoño madrileño, el adiós en Las Ventas: «Ésta es la oportunidad. Vuelvo para despedirme. Sí, es un festival. Pero es mi Madrid».
17 años después, qué se siente al volver a ver su nombre colgado en los carteles de Madrid.
Es un cúmulo de sentimientos. De alegría por saber que aún hay algo importante en el nombre de César Rincón. De responsabilidad por estar anunciado en Madrid. Es volver a sentirte vivo. Cuando me llamó José Antonio Morante de la Puebla, me entró una sensación de ansiedad.
Resucitó al viejo guerrero que habita en usted, el espíritu de sacrificio, el afán de superación que siempre lo marcó. Vemos por redes su exhaustiva preparación.
Es un sacrificio bonito, un reto de vida. Es una motivación para salir de la zona de confort. Conlleva una responsabilidad enorme. Estoy entrenando mucho, no sólo tentando, también toreando de salón, entrando a matar con el carretón en la Casa de Campo.
Como los chavales.
Me siento joven. Madrid es mucho Madrid, pero bendita responsabilidad.
Se ha quitado más de 10 kilos y casi 10 años de los 60 que acaba de cumplir.
[Risas] Bajé muchos kilos. Me alegra mucho. El espejo nunca miente, te desnuda, te dice si estás o no estás. A mí me venía diciendo que me había abandonado.
Los toreros retirados echan de menos el miedo.
[Silencio meditabundo]. Tiene toda la razón. Nos hace falta el miedo, la adrenalina, pasar esa línea real o imaginaria de jugarse la vida. Puede pasar en un instante. Nunca lo pienso, lo aparco en la cabeza, pero está por detrás [se señala la nuca], jugando con las pulsaciones.
Hay un ego que alimentar también. ¿Saber que su nombre aún se recuerda y arrastra masas le excita?
¡Buah! Es motivador al máximo. Vienen aficionados franceses, mexicanos, gentes de todas partes del mundo.
Cuando se despidió de España en 2007, su última tarde fue en Barcelona. ¿Quedó clavada la espina de no decir adiós en Madrid, su plaza, la forja de su leyenda?
Ésta es la oportunidad. Me faltó Madrid. Me despedí de Sevilla con honores. La tarde de Barcelona fue memorable. Aquella salida a hombros con José Tomás. Vuelvo para despedirme. Sí, es un festival. Pero es mi Madrid
¿Qué sintió cuando escuchó la propuesta de Morante para torear el festival por Antoñete, por su monumento?
Me quedé sin palabras. «Déjame unos días para asumirlo», le dije. Llevaba casi dos décadas sin coger una muleta. Fue un día memorable. Esa llamada lo convirtió en el más especial de los últimos años.
Hay un hilo conductor del toreo entre ustedes: Antoñete fue su padrino de alternativa y usted a su vez de Morante.
Convergen muchas cosas. Chenel me dio la alternativa y yo se la di a José Antonio. Me parece, por cierto, un detalle preciosísimo por su parte. Nunca vi que un torero se ponga la camiseta para abanderar un monumento a otro torero y liderar un homenaje. Normalmente lo hacen otras personas. Antoñete fue santo y seña en Madrid. Dejó una huella inolvidable
Qué más.
Igual que Antoñete fue espejo para muchos toreros, hoy lo es Morante para las nuevas generaciones. Como lo fueron para mí José Mari Manzanares, Palomo, El Cordobés… Benítez me marcó la vida, con su raza, su poder, sin ser un torero de arte. Lo digo por su esencia, por su fuerza, por temperamento, por la conexión con los públicos y sus raíces.
Cuánto ha cambiado el toreo desde su época. O mejor dicho: el toro. Fijemos la fecha de su irrupción: 1991.
El toro ha cambiado muchísimo. Para bien. Tiene más flexibilidad, más humillación, una obediencia extraordinaria, un viaje tremendo.
«MORANTE ES AHORA EL ESPEJO QUE PARA OTRAS GENERACIONES FUE ANTOÑETE»
El toro de su época era el toro de las inercias frente a la bravura en punto muerto, más profunda que pasadora. ¿Tendría vigencia hoy su toreo de las distancias?
Sin duda. Las distancias son clave, también en la vida, y ese galope del toro viniéndose.
Las distancias son un arma de doble filo. ¿O le recuerdo el toro de Torrestrella?
No, gracias. [Risas]. No se me olvida. El toro tiene que venirse pero también irse, y aquél no se iba.
Qué queda del joven que anunciaron en el San Isidro del 91 por la puerta de atrás.
Todo, queda todo. Una historia que nadie olvida. Los aficionados no olvidan. Aquel año cambió mi vida y la de mi familia. Nunca estaré lo suficientemente agradecido a mi profesión. Mi papá me marcó el camino. [Se emociona]. Y hoy, que ya no tengo a mi viejo, se lo brindo. Dice una canción: «Padre, tú que me has dado tanto, hoy quiero agradecértelo». Mi gratitud es eterna.
Una de las cosas por la que le hace ilusión volver es para que lo vean sus hijos, que no conocieron su esplendor.
Ninguno me vio torear. Es otro aliciente más. Me ven todos los días levantarme a las siete de la mañana para ir a entrenar. Caminar, coger el carretón, tentar… Cómo perdí kilos. Me motiva motivarlos. La tauromaquia te da unos valores éticos y morales de los que otras profesiones carecen. La disciplina, la exigencia, la superación. Trasladarlo a tus hijos también es bonito.
Esos valores también se han perdido en la sociedad, en el ámbito educativo. Caerse y levantarse fue su sino, la perseverancia en la persecución de un sueño.
Me he caído muchas veces. Siempre me levanté. Esa resiliencia para levantarme de la lona. Recuerdo mucho mi hepatitis C [fruto de la transfusión masiva tras la cornada de Palmira, 1990]. Estaba reventado. Me tuve que retirar. Pero volví. Y así una y otra vez.
¿El toreo enseña también la aceptación de la derrota?
Es jodidísima. Hay que aceptarla y olvidarla enseguida. Aprender de ella y seguir pensando en el triunfo.
Vivió un momento depresivo el pasado año con la prohibición de las corridas en Colombia que ahora la Corte ha refrendado.
Pasé una depresión muy grande. No salía de mi habitación. Cuando escuché en el Senado de la República la aprobación de la ley, fue un golpe durísimo. A la libertad, a mis raíces, a mi cultura. Lloré y me pegaba contra las paredes. Petro nos arrancó una parte de nuestro ser, y ahora, como usted escribió una vez, yo soy el asesino
Cortan la cadena de la tauromaquia que vertebraba el hermanamiento de Hispanoamérica con España.
España nos regaló la lengua, la religión, la tauromaquia, ese mestizaje. Nuestra riqueza cultural me llevó a García Márquez, a Botero, al privilegio de poderles brindar.
¿Y cómo reivindicación existe la posibilidad de que participe en el festival de Manizales?
Bueno, sería un grito por la libertad. Ya veremos.
Júreme, maestro, que estos pasos no se encaminan a una reaparición.
[Risas]. Noooo. Una cosa es un festival, dos, tres… Pero para una corrida de toros y vestirme de luces ya soy mayor. Es un regreso a la juventud. La cabeza, afortunadamente, está bien amueblada.
Es el torero más importante de toda la historia de América. ¿Sintió racismo o xenofobia en algún momento?
Nunca. Otra cosa es la exigencia. O la rivalidad. Ahora unos son de Morante, otros de Roca Rey. La presión de cuando uno es figura incluye un plus de exigencia. Cuando eres un pobrecito, no hay exigencia. Prefiero que me exijan a que me traten como un pobrecito.
El 12 de octubre, Día de la Hispanidad, por cierto, ¿le veremos abrir su séptima Puerta Grande de Las Ventas?
[Ríe a mandíbula batiente] Ese es mi deseo, uno se prepara para eso. Pero le aclaro que ya tengo siete, nunca me cuentan un festival en el que le corté las dos orejas a un novillo de Alcurrucén. Sería la octava. Y yo, el hombre más feliz del mundo.























