Una noche de liturgia taurina, inmortalizada por William Cortés, dejó lecciones de vida a través del temple, el silencio y la verdad del toreo auténtico.
Redacción: William Cortés
Cali – Colombia. La noche, esa catedral sin muros, se volvió rito cuando la liturgia taurina tomó cuerpo en cada muletazo. Las fotografías captadas por William Cortés no narran una faena: la consagran. En el claroscuro preciso, el cite fue palabra mayor, el embroque una confesión y la salida del muletazo, una enseñanza de vida. El toro, serio y con hondura, sostuvo la verdad del trazo; el torero, templado y en sitio, administró distancias con ciencia antigua. Hubo pulso, hubo aire, hubo silencio de plaza que pesa más que cualquier música: ese silencio que certifica la autenticidad del toreo cuando manda el temple y gobierna la muñeca.
Cortés fija el instante en que la liturgia deja de ser protocolo y se vuelve pedagogía ética: mando sin atropello, valor sin estridencias, respeto sin concesiones. En sus encuadres, la noche enseña a esperar; la embestida, a comprender; la faena, a vivir. Cada imagen revela el toreo como oficio de conciencia: cargar la suerte es asumir la vida de frente; ligar es sostener el sentido; rematar es aceptar el final con dignidad. Así, la fotografía no ilustra: instruye. Y la plaza, bajo las estrellas, recuerda que el toreo verdadero no grita, permanece.


























