Asunción de lo Cursi

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Lo cursi no es mal gusto, ni carencia de gusto. Es otro gusto. Y en el arte de torear, tan acusado de cursilería, caben las doce acepciones académicas, y algunas más, endilgadas a la palabra gusto.
Desde la primera, la que le da nombre, la del sentido lingual. Pasando por las de los otros órganos gustosos que todos tenemos; visual, olfativo, acústico y táctil. Faena con colorido, aroma, consonancia y textura, que deja buen o mal sabor de boca (según degustador). Metáforas.
Porque sí. Todos tenemos gusto. Nato, aprendido, individual, colectivo, diferente, válido… Así cada cual pueda sentir, creer o convenir que el suyo, por suyo, es el bueno, quizá el único, y el de los otros por ajeno, malo o inexistente.
 En el tendido, la tertulia y el chat, somos excluyentes, integristas o “de pellizco”, estilistas o épicos, toristas o toreristas…, y por ahí vamos agrupándonos, calificando y descalificando a los demás como vulgares o finos, burdos o refinados, inaceptables o aceptables, aficionados puros o legos de clavel…
Pues sobre aquel carácter gregario de nuestra especie, que nos junta y distancia en identidades, clases, conveniencias…, además aran los formadores de opinión y animadores de apetitos. Orientadores del consumo, promotores de mercancía. Árbitros de la moda, en la medida del alcance de sus medios. Esto es bello, feo, elegante, chillón, fino, extravagante, soso, excitante, tremendista…, cómpralo, no lo compres, ve a verlo, no vayas.
El gusto, facultad fisiológica, se adiestra, se engaña, se educa y se aviene al interés social. Es parte de la libertad que pagamos a la civilización, en cambio de su acogida. Parte del “pacto” llamado cultura, que cohesiona, identifica y protege la manada. Como tan embrolladamente explicó Marcuse a su vez.
Que es dinámico, claro. En las mesas aristocráticas medievales no era mal visto, comer con los dedos, limpiarse con la manga, meter mano en plato ajeno. Y en esto del arte, sabemos de sobra que, hasta los clásicos, (de los que todo el mundo “tiene” que gustar), siguen a merced de la oferta y la demanda. De los caprichos temporales. El Greco, Van Gogh, Modigliani…, desechados en su tiempo, ahora no hay con que comprarlos.
El título del libro de la profesora española (en Yale) Noël Valis: «La cultura de la cursilería: Mal gusto, clase y kitsch en la España moderna», parece condenar lo cursi, de salida. No así su documentado contenido que cita entre otros muchos, con admiración al “Viejo profesor”, socialista defensor de la tauromaquia, e histórico alcalde de Madrid, don Enrique Tierno Galván, en su ensayo de 1952: «Aparición y desarrollo de nuevas perspectivas de valoración social en el siglo XIX: lo cursi». “Lo que quieren los más se convierte en lo mejor”.
No obstante, cursi, sigue siendo adjetivo vergonzante, despectivo, clasista, definido por la RAE, que manda en la lengua, como: pretender elegancia y refinamiento sin tenerlo. Y por el uso, como gusto del “nuevo rico”. Todo lujo es cursi, generalizaba Borges por su lado.
Pero, quizá lo peyorativo que conlleva, más que su estética chocante, imitativa y fatua, sea el engaño de querer pasar por lo que no se es. La intolerable transgresión de igualamiento, abajo-arriba. Vulgarización, “kitsch”, “camp”, artificio, “vintage”, que nuestra mediática y globalizada era posmoderna, ha convertido, no en su síntoma, sino en su sello cultural. Y el arte del toreo, espejo del tiempo, lo refleja.
¿Podemos omitir acaso, que el ornamentado traje de luces actual, cuyo diseño ha ocupado talentos unánimes como Picasso, Fermín o Armani, no es otra cosa que una variación del atavío desafiantemente recamado de los mozos del pueblo raso andaluz, en los albores de la corrida moderna? Goya es testigo.
Hábito de torería, emergencia profunda del gusto “bajo”, cuyos románticos modelos pasados (de moda) se desempolvan y lucen hoy con oportunismo nostálgico. ¿Podemos omitir acaso la universal asunción de lo cursi?

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