Florito: Adiós a Una Leyenda de los Corrales

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El último paseíllo de Florito: adiós a una leyenda de los corrales

El 12 de octubre de 2025 no fue una tarde más en Madrid. En Las Ventas, la monumental que ha sido testigo de gestas, tragedias y epopeyas taurinas, se vivió un día para la historia. No solo por lo que ocurrió en el ruedo, sino por lo que se sintió en los rincones más discretos pero esenciales de la plaza: los corrales, los chiqueros, los patios de caballos. Allí donde se fragua la liturgia antes del paseíllo. Allí donde, por casi cuatro décadas, reinó con humildad y sabiduría un hombre que se convirtió en leyenda: Florencio Fernández Castillo, ‘Florito’.

Ese 12 de octubre marcó el final de una era. El 12-0, como ya lo llaman algunos con reverencia, fue el último día de Florito como mayoral de Las Ventas. Con él se va una forma de entender la plaza, de cuidar al toro, de custodiar la esencia misma de la Fiesta. Se va el hombre que, sin torear, fue imprescindible para que otros pudieran hacerlo.

De Talavera a Madrid: la forja de un carácter

Florito nació en la plaza de toros de Talavera de la Reina, literalmente. Su padre era conserje del coso, y él creció entre burladeros, alberos y clarines. Desde niño respiró el ambiente taurino, y no tardó en vestirse de luces. Como novillero, se anunciaba como ‘El Niño de la Plaza’, un apodo que resumía su origen y su destino. Toreó con ilusión, con entrega, pero también con la lucidez suficiente para saber cuándo decir basta. En 1981 colgó el traje de luces, pero no se alejó del toro. Al contrario: se acercó más que nunca.

En febrero de 1986, de la mano del empresario Manuel Martínez Flamarique, Florito asumió como mayoral de la plaza más importante del mundo. No era un cargo menor: era el guardián de los toros, el responsable de su integridad, su bienestar y su presentación. Era el primer hombre que los veía llegar y el último que los despedía. Y lo hizo siempre con una mezcla de rigor y ternura, de firmeza y respeto.

El arte invisible de un mayoral

Durante 39 años, Florito fue mucho más que un trabajador de la plaza. Fue un símbolo. Su figura menuda, su andar pausado, su mirada atenta, se volvieron parte del paisaje venteño. Lo mismo lo veías en los corrales que en el callejón, atento a cada detalle, con la serenidad de quien conoce cada rincón, cada resuello del toro, cada gesto del torero.

Su labor como veedor también fue crucial. Recorrió ganaderías, seleccionó encierros, dialogó con criadores y empresarios. Tenía un ojo clínico para el toro bravo, pero también una sensibilidad especial para entender lo que pedía la plaza. Su criterio fue respetado por todos: ganaderos, toreros, aficionados. Y su palabra, aunque siempre discreta, pesaba como una sentencia.

En 2012, la Comunidad de Madrid le concedió la Cruz de la Orden del 2 de mayo, un reconocimiento institucional a una trayectoria que ya era patrimonio emocional de la afición. Pero Florito nunca cambió. Siguió siendo el mismo hombre sencillo, cercano, que saludaba a todos con una sonrisa y que prefería el trabajo al protagonismo.

Un relevo con apellido y vocación

Ahora, tras casi cuatro décadas de servicio impecable, Florito entrega el testigo. Lo hace con la serenidad de quien ha cumplido su deber y con la emoción contenida de quien deja parte de su alma entre los muros de Las Ventas. Su sucesor será su hijo Álvaro, ingeniero aeroespacial de formación, que ha decidido cambiar los cielos por el albero. Un gesto que habla de herencia, de vocación, de respeto por una tradición familiar que trasciende lo profesional.

Álvaro no ejercerá la labor de veedor, al menos por ahora. Su reto será enorme: mantener el legado de su padre sin dejar de imprimir su propio sello. Pero tiene a su favor algo invaluable: el ejemplo diario de Florito, su ética, su amor por el toro y por la plaza.

El silencio que pesa más que un olé

El 12 de octubre, cuando el último toro volvió a los chiqueros y la plaza comenzó a vaciarse, hubo un momento de silencio que lo dijo todo. No hubo discursos ni homenajes rimbombantes. Solo miradas, abrazos, y una ovación íntima, nacida del respeto profundo. Porque a Florito no se le despide con palabras, sino con gratitud.

Se va el mayoral, pero queda la leyenda. Queda el hombre que hizo del silencio un arte, de la paciencia una virtud, y del toro su razón de ser. Queda Florito, eterno en la memoria de Las Ventas.

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