En Cañaveralejo, ante una entrada cercana al lleno, tres toreros impusieron oficio, técnica y jerarquía a una noche marcada por la mansedumbre y el peligro. Más allá del juego del encierro, la maestría sostuvo el pulso del festival y convirtió la dificultad en lección.
Redacción: Jerónimo Baquero Toro
Cali – Colombia. Cañaveralejo fue testigo de una noche que no se medirá por la bravura del ganado, sino por la altura profesional de quienes pisaron la arena. Un festival concebido para el retorno de César Rincón se transformó en un tratado vivo de tauromaquia aplicada a la adversidad. Mansedumbre, falta de raza, peligro sordo y kilos discutibles fueron el material con el que Rincón, Sebastián Castella y Marco Pérez edificaron una velada de argumentos, de esas que no abundan, donde el triunfo no siempre se mide en trofeos sino en credibilidad torera.
Desde antes de romperse el paseíllo, la plaza estaba entregada. La ovación que obligó a César Rincón a salir al tercio no fue un gesto protocolario: fue el reconocimiento a una figura que regresa con el peso de su historia y la autoridad que solo da el tiempo bien entendido. Cuando se abrió el toril y apareció Legionario, de JB Caicedo, quedó claro que la noche no sería cómoda. Un novillo falto de cara, deslucido de hechuras y suelto desde los primeros lances, que apenas permitió cuatro verónicas antes de salir despedido. Rincón, fiel a su tauromaquia de cercanías calculadas, persiguió al animal en sentido contrario a las manecillas del reloj, robándole muletazos donde no había entrega, solo huida.
El colombiano llevó al novillo al caballo con delantales medidos, donde el burel arremetió más por inercia que por empuje. Ya con la muleta, sin brindis, se fue a tablas, tomó el borde y comenzó a construir una faena de pura insistencia. El JB pasaba una vez y se desentendía; acudía por acoso, no por bravura. Aun así, Rincón sacó agua de un pozo seco, imponiendo distancia, sitio y temple a un descastado que no regaló nada. Dos estocadas, la segunda efectiva, sellaron una labor que el palco premió con una oreja justa, mientras el público pitaba con razón al manso.
El segundo de Rincón confirmó que la noche exigiría cabeza fría. Un novillo púber, con peligro desde el primer lance, al que César entendió desde el capote, dosificando y llevándolo al caballo con oficio antiguo. Brindó a Ricardo Santana y, muleta en mano, empezó una lección de cómo citar y mandar cuando el toro no se entiende con el engaño. Cada muletazo fue robado, literalmente, a un animal que no era potable por ningún pitón. Ahí emergió la esencia: temple, sitio y una lectura exacta de las distancias. Pareció que los años no hubiesen pasado; o mejor, que la madurez hubiese depurado la maestría. Espada tendida, dos avisos y golpe final. Gran ovación y el clamor unánime: “¡César, César, César!”.
Sebastián Castella recogió el testigo frente a Distinguido, otro JB que en la tablilla marcaba 410 kilos inexistentes en la arena. Cojo del derecho y manso de condición, perseguía por oleadas, con ese peligro latente que exige decisión sin concesiones. Castella no brindó, y acertó. De uno en uno, corriendo detrás del novillo, fue imponiendo una faena de pura técnica, con la muleta muy en la cara para no permitir escapatorias ni lecturas alternativas al animal. Tapó mucho de lo malo con oficio de figura. Mató de frente, sin tapujos. Una oreja que reconoció la autoridad.
El quinto, con algo más de carne, pero igual de manso y remiso a la vara, obligó al francés a una lidia de estudio. Poca capa, mucha cabeza. Brindó al público y, a base de doblones y firmeza, embarcó la bronca del JB hasta encontrar, en pleno desierto, un hilo conductor para el disfrute del tendido. Media estocada tendida y un fallo con el verduguillo empañaron el cierre. Pitos al manso, palmas al torero.
Marco Pérez, el más joven de la terna, asumió el reto con una madurez impropia de su edad. Su primero, bajo de carnes y de embestidas inciertas, apenas permitió lucimiento con el capote. Brindó a César Rincón, gesto cargado de simbolismo. Intentó por la derecha, donde no había pase posible, hasta que entendió que la izquierda era el único camino. Por ahí logró dos tandas que hicieron sonar la música, antes de volver a la derecha con la muleta en la cara, sometiendo más que convenciendo. La faena fue de técnica extrema, un ejercicio de supervivencia torera que terminó por tapar los defectos del astado y hacer un favor evidente al hierro. Pinchazo, estocada hasta la empuñadura y dos golpes de cruceta. Ovación cerrada y una oreja generosa tras la espada.
El cierre llegó con otro novillote al que Marco saludó de rodillas, con cuatro alances y una revolera. Poca pica y petición de cambio. Brindó al público y, en el centro del redondel, inició a pies juntos con un cambiado por la espalda que levantó al tendido. A partir de ahí, una faena de oficio puro: entendió la mansedumbre, administró las complicaciones y sacó partido donde no había entrega. Espada completa para cerrar con dignidad y solvencia.
El balance del encierro deja más preguntas que respuestas. Un lote multinumérico, con incongruencias evidentes entre lo anunciado y lo visto en la arena, tanto en kilos como en presentación. En cuanto al juego, la tónica fue la mansedumbre, en distintos grados, con algunos ejemplares de peligro manifiesto. Si alguien salió beneficiado fue el ganadero, arropado por el oficio de tres toreros que, con técnica y altura, lograron tapar el descalabro de raza.
Así fue la noche de la maestría ante la mansedumbre: una velada donde los toros no acompañaron, pero la tauromaquia, en manos de quienes saben, se impuso como argumento irrefutable. Porque cuando falta el toro, queda el torero. Y esa noche, en Cali, hubo tres que dieron una lección que no se olvida.
























