Un toro de descomunal trapío, otros tres de buen trato, un marrajo
Una preciosa faena del torero de San Fernando
Tarde de viento desatado que hizo imposible sujetarse
Soleado, fresco, Tarde extraordinariamente ventosa. 18.024 almas. Dos horas y veinticinco minutos de función. Seis toros de José Escolar. Fernando Robleño, silencio tras aviso y vuelta tras aviso. Gómez del Pilar, saludos tras aviso en los dos. Ángel Sánchez, saludos y silencio tras un aviso. Luis Miguel Leiro, El Legionario y Juan Manuel Sangüesa se agarraron a modo en varas con tercero, cuarto y quinto. Brega notable con el tercero de Iván García. Pares brillantes de Raúl Ruiz, Fernando Sánchez e Iván Aguilera. Los tres saludaron.
LA CORRIDA DE ALBASRRADAS de Escolar fue de hechuras y condición dispares. Dos toros muy seriamente armados: un primero más playero que cornipaso, de los que no caben en los engaños y un quinto cinqueño degollado y cornalón, el más ofensivo de cuanto va de feria. El toro de Lascaux, digamos. Un retrato de pintura rupestre. Se abrieron en el sorteo. El playero se enlotó con el mejor rematado de la corrida, un cuarto de esbelto porte, la imagen perfecta del toro de sangre Albaserrada. La compensación del terrorífico quinto no fue ni un tercero hondo pero cornicorto ni un sexto armonioso y muy cargado de culata sino un segundo bien puesto y de seria expresión.
No fue, en rigor, corrida de las de tres y tres. No solo por el escaparate y sus percheros, sino, sobre todo, por su estilo y fondo. El hermoso cuarto fue toro muy noble y, a cambio, el primero, un marrajo en toda regla. Tardo, apalancado y la gaita alerta, el segundo fue de trágala por difícil, reservón e incierto; y violento el quinto, el de mejor nota en varas. Tercero y sexto tuvieron trato, pero de distinta manera. El uno hizo de salida cosas de pregonado y de toro de sentido–venirse al cuerpo y no a engaño- pero, no sin su recámara, fue el de más recorrido en la muleta; el sexto, empotrado por dos veces en el caballo de pica pero sin pelearse con él, fue el de menos poder de los seis, se desparramó en una baza y, abierto de manos y cuartos traseros, cayó en plancha sobre sí.
Por flaqueza o por bondad, ese último embistió al ralentí antes de venirse abajo. Iban a cumplirse las dos horas y media de festejo y ese son dormidito del último toro pareció el respiro de alivio de una tarde de vivísima tensión, emociones sin cuento y riesgos y peligros casi en catarata. La sensación de peligro permanente no corrió tanto de parte de los toros como de un desatado vendaval que no dejó de azotar el ruedo de principio a fin, del primero al último toro, sin apenas tregua.
Tregua mínima cuando Fernando Robleño, cerrado en las tablas del tendido 4 –ni siquiera el 5 y el 6 sirvieron de refugio como en tantas otras tardes ventosas-, se acopló de verdad con el cuarto toro en una faena muy redonda y resuelta, sembrada de exquisiteces: descargado de hombros y con la autoridad de los toreros de vuelta de muchas batallas; en la distancia precisa; un acierto torear casi encima pero dando al toro salida y respiro, sin violentarlo, traérselo más al vuelo que a toque y llevarlo por abajo con temple caro. La figura, bien compuesta, con el sello de la naturalidad. Hubo con la zurda una tanda de añejo sabor. La faena fue, por lo demás, un ir descubriendo cosas del toro que no se sabían o que solo habían podido presentirse.
No hubo matador ni banderillero que no se sintiera en constante descubierta. Eso no arredró a Gómez del Pilar, que, a la heroica, se fue a porta gayola en sus dos bazas para librar en las dos otras tantas largas cambiadas de rodillas limpiamente libradas. Con los dos toros hizo exhibición deisgual del toreo por delante de los buenos lidiadores, y a los dos los hizo lucir en el caballo atendiendo el reclamo de los aficionados toristas. Arriesgó sin descomponerse lo indecible con el segundo, que lo midió con la mirada y la intención, y más cada vez que lo tuvo descubierto a merced del viento. Una tanda última con la derecha fue logro mayor. Y, entre golpes de viento, muletazos enroscados de asiento y trazo buenos. Fue un ventarrón inclemente lo que privó al torero de Añover de meterse a fondo con el tremendo quinto, porque, entonces, ni en el 4 ni el 5 ni en el 6. En ninguna parte.
Volaban por el aire programas de mano y bolsas de plástico y rodaban botellas por las gradas. El artero son del marrajo que partió plaza fue excepción a la regla. Al joven Ángel Sánchez, entregado y valeroso, con recursos y buen estilo –de novillero firmó en las Ventas no pocas maravillas-, lo descompuso el viento más que a nadie. Tuvo momentos felices con el tercer toro, con el que expuso sin cuento pero sin gobierno, y acusó el peso de la cosa toda con el toro que embistió tan despacito: el último.