A las seis de la mañana todavía era de noche en Arles. La noche estrellada que pintó Van Gogh tiene tanta luz que hay que jurar la hora.
Y lo mismo va por el Café de la Nuit de la plaza del Foro, la Plaza de los Hombres, que se ha recreado a sí mismo para poder parecerse al original, es decir, al cuadro de Van Gogh. Y pensar que por los lirios se pagaron en una subasta ni se sabe cuántos miles y millones de libras esterlinas.
La hora de cerrar maletas, plegar, enfilar la calzada circular del Anfiteatro y luego, al pie de su escalinata -una de las maravillas secretas, pero no escondidas de Arles-, tomar la rue Voltaire, agrietada como arrugas de vejez incurable. cruzar la place Voltaire en silencio, volver la cara a la fuente de Amadeo Pichot, que no mana pero despide efluvios cordiales, rodear la Place Lamartine -todos los feriantes ya habían recogido y desmontado las atracciones- y subir poa rue Talabot hasta la estación de ferrocarril, que es seña obligada de la ciudad. El Ródano, tan majestuoso, pasa a menos de cien metros.
El primer sobresalto fue descubrir en los paneles que el tren Ter -regional- de Narbona venia con quince minutos de retraso. Temblé, reviví los horrores de la huelga salvaje de los cheminots de hace un año. No descartaba la posibilidad de perder en el transbordo de Nimes el AVE de Marsella a Madrid, que suele llegar a la hora. Las 9 y 4. A menos diez llegó a Nimes el Ter. Fue tal la tensión que, nada más sentarme en el asiento 84, vagón número 7, ventanilla, caí profundamente dormido. Nada más pasar Lunel me despertó el revisor. En Montpellier subieron al tren unos trecientos escolares. Alumnos de liceos de la zona. En viaje a Madrid. Yo me quedé en Zaragoza. Y eso que ganas o pierdes. Según.