A las siete y media estaba desayunando en el comedor del Bristol con su juego de espejos y su tragaluz. Huevos revueltos recién salidos, tomate asado, un cucharón de alubias -baked beans británica- y dos generosas tiras de pimiento verde asado; un vasito de zanahoria licuada; medio plátano aplastado con un kiwi y regado con zumo de naranja; una tostada de centeno integral con migas de un pastel de naranja que compré hace dos días en el economato de los labradores (puntdesabor.com, calle Avellanes, para veganos golosos) y ha resistido como fresco; y un yogur cremoso. Y semillas de sésamo o ajonjolí regando el café apenas manchado por una gota de leche entera.
En ningún buffet de hotel del mundo está permitido llevarse alimentos fuera del comedor, pero yo aporto el plátano, el pan de centeno, el postre de naranja y, si pudiera, alguna cosita más, El hotel está lleno: muchos alemanes y, luego, ingleses. Pocos españoles, rigurosa minoría. Desde que las plazas de hotel empezaron a venderse por internet, los huéspedes han cambiado de cara y pelaje. He visto mucho español arrastrando maletas de ruedas en busca de viviendas de las llamadas VUT. A un buen amigo le ha puesto triste la evocación del Astoria, la historia de un hotel decadente no tiene por qué ser triste, pero es que no es una decadencia, es que no van a dejar del hotel más que la fachada, que no vale gran cosa, y el esqueleto. Sin la presencia invasora del Astoria, y si no se hubiera construido ese bodrio de banco de la esquina de Moratín, la plaza de Rodrigo Botet podría ser una deliciosa y apartada placita de provincias. Salvo a la hora de la mascletás en Fallas. De todos los negocios de la plaza que conocí en 1985 solo sobrevive el Nederlands, un restaurante que era entonces muy de batalla y ahora se ha pasado a las alfombras, los espejos y tal.
Como era sábado, pasé a despedirme del Mercado Central, que no estaba demasiado concurrido. Esta noche plantan las fallas y ya estaba la gente callejeando en masa. Marabuntas humanas. Una vuelta por los puestos de pescado. Gambas rayadas de Denia, las quisquillas pálidas del Mediterráneo, tellinas o coquinas tan diminutas que podrían pasar por chirlas comunes pero son de precio y sabor distintos. Por cierto, en un largo y benéfico paseo de ayer por la Malvarrosa, el Cabanyal y las Arenas, las tres playas en línea desde la Patacona al tinglado náutico del puerto, volví a reparar en que la zona de playa donde viven las chirlas y las tellinas, juntas pero no revueltas, está prohibido mariscar. Aquí no hay furtivos como en Sanlúcar. De Barrameda.
La Malvarrosa, tan literaria, debe su nombre a un negocio de perfumes fundado por un alquimista francés a principios del siglo pasado o mediados del XIX. Un tal Robillard. El perfumista forano que dio nombre no solo a la playa, la más larga de las tres de Valencia, sino a todo el barrio colonial que fue creciendo en torno a la playa, los balnearios y un hospital célebre. Y un gracioso cuartel de la Guardia Civil. Antes eran mayoría los franceses en las costas de Levante. Sobre todo, antes de que el turismo transformara todo tanto. Los garitos de la Malvarrosa tienen pésima fama entre los usuarios de redes sociales: los precios, el servicio, los arroces pasados o rescatados, la calidad del pescado. En uno ofrecían sardinas y ostras. No las considero pesca propia.
La seña del puerto de Valencia es el reloj de la torre del edificio primero de la Junta. Sale en todos los paisajes. Casi delante hace el 19 el giro para enfilar el camino de la Malvarrosa. Tuve la suerte de tomar el autobús en la cabecera -en la plaza del Ayuntamiento. y estuve de copiloto hasta el final de la línea en la calle Gran Canaria. Así que vi unas cuantas cosas. El arbolado y ajardinado de la avenida del Reino de Valencia -filas de palmeras espléndidas- que el autobús recorre de principio a fin, las jacarandas de la calle de Menorca y el bullir de las estrechas calles del barrio de la propia Malvarrosa, que no es el Cabanyal sino todo lo contrario. El Cabanyal, el Canyamelar y los Poblados Marítimos son barrios de casta, como ciudades aparte. De vuelta, el tranvía en Doctor Lluch hasta el Pont de Fusta. Perdí el pase de prensa de los toros al sacar el estuche donde lo llevaba junto al billete. Las máquinas expendedoras del metro son un laberinto.
Y hoy, además de un estudio a fondo del Pasaje de Ripalda, un paseo por la Bolsería, San Miguel, Mosén Sorell, la calle Corona y, en la Beneficencia, dos pequeñas exposiciones muy logradas. Una sobre las Fallas en los años de la República y otra sobre la posguerra, que ha sido prorrogada desde enero dos veces y no me extraña porque es una especie de lección de historia. La historia tan dura de España entre 1939 y tal vez 53. La librería de la Beneficencia, muy completa en temas locales y de prehistoria, va a cerrar el mes que viene. La dueña me lo ha contado con la vos entrecortada, Me he llevado un librito de recorridos por la ciudad, que ya tengo y debería saberme de memoria.
En Na Jordana no se podía ni entrar. He ganado la plaza del Arzobispado por otros caminos y, antes del almuerzo en La Utielana, me he echado en el puntdesabor un licuado de apio, remolacha, cúrcuma, jengibre, manzana acelga y zanahoria que me ha dejado nuevo. Dos euros el vaso. La mejor ganga de la ciudad.